A unos cien kilómetros al este de La Habana, a la vera de una bahía de aguas tranquilas y sobre colinas ondulantes que atraviesan tres ríos, se asienta Matanzas, capital de la provincia del mismo nombre, una urbe horizontal y lenta, envuelta en una neblina azul que se acentúa al amanecer.
Le llaman, por sus puentes, la Venecia cubana, y como es tierra de poetas, se le conoce, asimismo, como la Atenas de Cuba. Allí transcurrió un momento de la juventud de José María Heredia, el primer poeta romántico de la lengua española, y en Matanzas nacieron José Jacinto Milanés, Bonifacio Byrne, Agustín Acosta y Carilda Oliver Labra, la poetisa apasionada de Al sur de mi garganta y Se me ha perdido un hombre. En música, Matanzas marca también una huella indeleble. Es la plaza fundamental del complejo danzario de la rumba y la cuna del danzón —baile nacional— y del danzonete.
Matanceros ilustres son José White, compositor notable y violinista genial que conquistó en propiedad la cátedra de Allard en el Conservatorio de París; Nilo Menéndez, Aquellos ojos verdes, Frank Domínguez, Tú me acostumbraste y Dámaso Pérez Prado, el creador inmortal del mambo, uno de los grandes de la música cubana.
Treinta colonos procedentes de Islas Canarias fundaron la ciudad en 1693, y la emigración francesa, a fines del siglo XVIII, le dio un auge desconocido hasta entonces. El azúcar fue el rubro económico fundamental durante el siglo XIX, y su puerto le permitió un comercio intenso con el exterior.
Eso hizo de Matanzas una urbe rica y culta, la más próspera del interior de la Isla, que pudo aplaudir en sus escenarios a Fanny Elssler y a Anna Pavlova, a Sarah Bernhardt y Adelina Patti, la mejor soprano absoluta de todos los tiempos, mientras que entre sus huéspedes contaba a figuras de tanta alcurnia como Luis Felipe de Orléns, más tarde rey de Francia.
Ayer de hoyEse esplendor de ayer se advierte hoy en el severo corte neoclásico de muchas de las edificaciones de la villa y en sus casas enormes y de grandes pórticos que lucen hierros forjados en los ventanales de sus fachadas y gruesas puertas de madera dura tachonadas de clavos gigantes.
La farmacia francesa del doctor Triolet, que es ahora el único museo farmacéutico del continente, con sus potes de porcelana y estanterías de maderas preciosas es ejemplo vivo de ese pasado, como también lo son el Teatro Sauto (1860) una de las joyas de la arquitectura cubana, y el Palacio de Junco (1842) sede de un ineludible museo histórico y que, al igual que el Cuartel de Bomberos, es uno de los edificios que enmarca la Plaza de la Vigía, núcleo fundacional de la ciudad. El estilo romántico español prevalece sobre los otros muchos estilos que se advierten en la Iglesia de San Carlos (1730) que convirtieron en catedral en 1915 y donde se venera la imagen del Santo Cristo de la Piedad y la Misericordia al que se asocia una vieja leyenda. De mucho interés es el caserón de la Aduana (1826).
Llaman la atención las plazas matanceras y sorprenden los puentes que atraviesan los ríos que dividen la villa en tres grandes barrios. La vida cultural es allí intensa y variada; la gente, afable y las muchachas, bellísimas. Matanzas regala al visitante un pasado fastuoso que pervive en medio de los ruidos y la animación de hoy. Sin embargo, sigue siendo, sobre todo, la antesala de Varadero, a unos veinte kilómetros al noreste de la ciudad. El camino de Matanzas, si se sale desde La Habana, es el camino de la afamada Playa Azul.
Dicen que en 1930 el poeta español Federico García Lorca se deslumbró en un atardecer, ante el Valle de Yumurí. Comentó entonces que la plástica de sus días era incapaz de atrapar y reproducir los colores que el valle, en el crepúsculo, regaló a su mirada. Es un anfiteatro natural excavado por el río Yumurí y sus afluentes, y rodeado —salvo por el oeste— de un borde montañoso de 150 m de alto.
Canímar y BellamarHace muchísimos años el río Canímar se llamó Jibacabuya, nombre que le dieron los aborígenes cubanos. Uno de ellos, el apuesto indio Canimao, se enamoró de Cibaraya, la hermosa hija del cacique de la tribu. La felicidad duró poco. La muchacha enfermó de muerte y, con tal de salvarla, Canimao ofreció al dios Murciélago su vida a cambio de la de ella. La deidad no lo escuchó y el joven, desesperado, subió al farallón más alto, se abrió el pecho con un cuchillo de piedra y se lanzó al río, lo que le dio su nuevo nombre.
Muy bellas son las márgenes del Canímar. Pero en lo que a atractivos se refiere, ningún accidente natural gana en Matanzas a la Cueva de Bellamar. Los matanceros la tienen como una de las maravillas del mundo. Situada en uno de los bordes meridionales de la bahía de Matanzas, sus galerías y salones, que se extienden a lo largo de tres mil metros, están tapizados de estalactitas y estalagmitas, en tanto las helictitas adoptan formas horizontales caprichosas.
En Bellamar, labrados por la naturaleza, hay un Túnel del Amor y una Capilla de los Doce Apóstoles, una Garganta del Diablo y un Paso de la Lluvia, un Salón de las Nieves y un Templo de San Pedro. La galería principal de la caverna, El Templo Gótico, es tan impresionante que no alcanza la palabra para describirla. Su estalactita mayor recibió el nombre de Manto de Colón.
En medio de la quietud del valle del Yumurí, distante a unos 40 kilómetros de Varadero, está el poblado de San Miguel de los Baños que reúne condiciones naturales para atraer a viajeros interesados en disfrutar de las bondades de sus aguas minero-medicinales. Décadas atrás existió allí un balneario en una edificación conocida como Gran Hotel, que especialistas consideran una réplica a pequeña escala del Gran Casino de Montecarlo.
Matanzas ofrece, además, a sus visitantes la posibilidad de recibir tratamientos especializados antiestrés, de belleza y para la obesidad, así como otros programas que tienen como propósito contribuir a mejorar la calidad de vida y hacerlo en condiciones excepcionales.
En el sur del territorio está el Gran Parque Natural Montemar, ubicado en la Reserva de la Biosfera Ciénaga de Zapata, muy atractivo para quienes deseen disfrutar del turismo de naturaleza, incluida la práctica del buceo a mar abierto o el espeleobuceo en cuevas inundadas.
Desde la Ermita de los Catalanes (1875) se divisa toda la urbe. Matanzas es, se dice, la ciudad menos cubana de la Isla. Eso es solo en apariencia, si bien es verdad que su arquitectura difiere de la del resto del país. Los de imaginación más desbordada le ven el aire veneciano que emana de sus puentes. Tierra de poetas, pintores y músicos, azul y sosegada, pero abalanzada vorazmente hacia la vida y el futuro, Matanzas es fascinante y acogedora; uno de esos sitios en que tan bien se está.